Dos sistemas medidas José V. Aznar García Universidad de Valencia
El 19 de julio de 1849 Isabel II sancionaba en San Ildefonso la Ley de Pesos y Medidas. No era una ley más de las que desde el siglo XIII se habían venido ordenando con el propósito de conseguir la unificación. Esta vez, el sistema métrico decimal y su nomenclatura científica, ajeno a todas las tradiciones y costumbres que siempre habían inspirado las reformas metrológicas, era introducido en nuestra legislación.
Nada fácil había sido recorrer el camino que condujo a su introducción. Durante todo un medio siglo en el que el “arreglo de los pesos y medidas” fue siempre reconocido como una cualidad más para la modernización del Estado, la inmensa mayoría de las propuestas elevadas al Gobierno plantearon la unificación a partir de las unidades de medida acreditadas por la costumbre o por la ley. Mientras que el sistema métrico decimal, concebido en su origen corno un ataque más a los viejos moldes feudales, había sido ofrecido al mundo por los sabios de la Revolución contra todas las costumbres y contra todas sus leyes.
Bajo estas circunstancias, solamente Ros y Renart, profesor de matemáticas y humanidades y miembro de la Academia de Ciencias de Barcelona, se atrevía a proponer su adopción en una memoria dirigida a las Cortes liberales de 1821. Incluso Ciscar, tan pronto como en 1807, ya había hecho pública la renuncia a sus ideas de
- La abrumadora mayoría de los teóricos sobre la unificación, como Vázquez Queipo, José Radón, Martí de Resequín o Ezquerra del Bayo, autores de diversos escritos, la planteaban siempre sobre la base de la conservación de las medidas tradicionales y, en consecuencia, consideraron al sistema métrico decimal como inadecuado para ser implantado en los usos ordinarios de la sociedad. Hasta el mismo momento de la sanción legal de 1849 se arrastró dicha visión dicotómica sobre la unificación de los pesos y medidas, y su antecedente más inmediato lo encontramos el
26 de marzo de 1847. En dicha fecha, Roca de Togores, ministro del ramo en el gabinete de Martínez de Irujo, presentaba ante las Cortes la decisión del Gobierno de aceptar la propuesta de una comisión de expertos para la introducción del sistema métrico en España. Decía el ministro que tal propuesta era aceptada por cuatro razones: por la invariabilidad del metro, por estar ya admitido en Francia, por estar muy difundido entre nuestros sabios y comerciantes y, finalmente, porque también los españoles habían participado en la medición del meridiano… Aunque reconocía, textualmente, “el temor a las innovaciones peligrosas por las resistencias que opondrán los hábitos envejecidos”.
Sin duda, todos los argumentos del ministro eran rebatibles. Cualquier unidad lineal sería invariable sin más que someterla al rigor de la metrología científica; su impulso en Francia, donde lo fue desde 1840, había ya puesto de manifiesto infinidad de problemas técnicos y una fuerte oposición popular, por no hablar de Inglaterra, cuya reforma de
1824 bien había conservado sus medidas tradicionales acreditadas por la ley y la costumbre; estaba difundido entre los científicos y los comerciantes a gran escala, desde luego, pero también lo estaban las pesas y medidas de Castilla ordenadas en la última unificación de 1801; y por último, en cuanto a la participación española, muy bien sabía el ministro que la medición del metro era un producto más de la omnipresente ciencia francesa y de sus académicos, y por tanto, su afirmación, era una simple toma de postura ante uno de los grandes capítulos de la llamada “polémica de la ciencia española”.

Lo que sí era irrebatible era aquel temor a las innovaciones peligrosas y a las resistencias de los hábitos envejecidos para un sistema de medidas al que se le preveía una fuerte resistencia social, como después demostró la historia.
El temor era innegable desde el mismo momento en que el Gobierno había tardado un año justo en aceptar la propuesta de aquella comisión de expertos, presentada el 26 de marzo de 1846, y entre los que cabe citar a Juan Subercase, Joaquín Alfonso y Alejandro Oliván, inspiradores del contenido del texto legal. Pero los temores continuaron después. Presentado en las Cortes por Roca de Togores, el proyecto de ley anduvo todavía durante más de dos años entre los despachos y en manos de diversas comisiones de diputados, coincidiendo además con otros dos cambios de gobierno -los de Pacheco y García Goyena que tampoco se decidieron a impulsarlo.
Sin duda, lo que hacía falta era alguien que desde los resortes del poder político estuviese convencido de que el sistema métrico decimal era el único camino para atajar la heredada diversidad metrológica. Alguien que, en consecuencia, estuviese dispuesto a impulsarlo como una reforma necesaria para el auge del ansiado mercado nacional de una burguesía ya en el poder. Alguien que, por fin, no sufriese aquellos temores de los que nos hablaba el primer ministro que presentó el proyecto. Y bajo dichos supuestos, su definitivo impulso fue obra de un nuevo ministro, de Bravo Murillo, cuyo ascenso político se dio precisamente en 1849, un ascenso que, poco después, lo llevaría a ocupar la presidencia del Gobierno como cabeza de fila del moderantismopolítico.
Las sesiones de Cortes de mayo de 1849 nos muestran las cartas. Bravo Murillo defendió el sistema métrico decimal para España -y acompañado con los argumentos del diputado 0liván-frente al también diputado Vázquez Queipo, la mayor autoridad reconocida, quien en un voto partícula proponía la aprobación de la metrología tradicional tomando como raíz I vara española definida invariablemente en función de la longitud del péndulo en Madrid. Combatió también los argumentos que identificaban la sanción legal del metro como “el fin d una Monarquía con cinco siglos de historia” o que, simplemente, proponía su aplazamiento o la recogida de informes de academias, bajo la razón de que tales concesiones iban a termina con la no aprobación de una ley que consideraba de imprescindible necesidad para el progreso. Sus palabras fueron incluso recogidas en algunos manuales escolares de la época por la tenacidad con que supo defenderlo en las Cortes.
Con bastante antelación respecto de otros países, la ley de 1849, una reforma más de entre las emprendidas durante la década moderada para la modernización del Estado, declaraba con valentía los mecanismos y los plazos para la implantación de las nuevas medidas. Su enseñanza obligatoria en todas las escuelas, el sometimiento de todos los gremios al nuevo orden metrólógico, la reducción de la diversidad mefrológica a las unidades legales y su uso obligatorio en todos los documentos públicos, el envío de colecciones a los municipios y dependencias del Estado, la publicación de un reglamento para el ramo, la creación de los mecanismos de vigilancia,… eran los conductos para llegar a su implantación en la administración en 1853 y a su obligación para todos los ciudadanos en 1860.

El mismo 19 de julio de 1849 eran nombrados los miembros de una Comisión de Pesos y Medidas con la función de garantizar la reforma emprendida por el Estado y de la que formaron parte científicos como Alejandro Oliván, Joaquín Alfonso, Juan Subercase y Vázquez Queipo -incluido éste, quizá, por su autoridad, a pesar de sus declaradas opiniones más el director general Cristóbal Bordiu, el senador Vicente Sancho y el profesor del Conservatorio de Artes Rafael Escriche. Poco después se les adjuntaron otros científicos destacadas y también vinculados a tareas políticas como Manuel Ma de Azofra, Lucio del Valle o Buenaventura Carlos Aribau.
El primero de sus trabajos fue el de conseguir prototipos acreditados del metro y del kilogramo. Para ello, Joaquín Alfonso, director del Conservatorio de Artes, realizó varios viajes a París. Auxiliado por el embajador y por varios miembros de la Academia de Ciencias francesa, estableció contactos con los mejores fabricantes de instrumentos de precisión de la época, como Froment y Gambey. Del primero de ellos fue adquirido un metro de platino de sección triangular, que definía la longitud del metro a 0°C en dos de sus caras, y un kilogramo cilíndrico también de platino. Dichos tipos fueron sometidos a delicadas comparaciones con los prototipos franceses y sus constantes físicas fueron determinadas en el Conservatoire des Arts et Métiers de París. Los prototipos de Froment, más otros secundarios adquiridos a Gambey y diversos material de precisión, como un comparador de longitudes que apreciaba centésimas de milímetro, fueron traídos a España con el intermedio de la embajada e instalados en el Conservatorio de Artes a finales de 1850.
La segunda de sus tareas consistió en el cotejo de los pesos y medidas tradicionales de todas las capitales de provincia. A los gobernadores les fue solicitada por circular de Bravo Murillo la construcción de tres copias de los tipos fundamentales de la capital y un informe sobre sus costumbres metrológicas para la medida de la tierra, para la medida itineraria o sobre sus sistemas de múltiplos y divisores. Las pesas y medidas y los correspondientes informes fueron llegando a Madrid para ser cotejadas con la medida legal y sus resultados fueron hechos públicos en la prensa oficial a finales de 1852.
Pero no iba a ser tan fácil la tercera de las tareas que la ley ordenaba para dejar implantado el sistema en la administración del Estado en 1853 y que consistía en poner en servicio colecciones métricas en las capitales de provincia, para después continuar en las poblaciones cabeza de partido. Una subasta de 56 de ellas adjudicada a la Fundición Barcelonesa de Bronces iba a demostrar la incapacidad de la industria nacional para dar salida al problema técnico de la reforma. Sus deficiencias respecto de las homólogas traídas de París, su escasa calidad material y metrológica, alargaron los trabajos de cotejo durante dos años. La dificultad para una industria nueva en España y la imposibilidad de importarlas desde Francia, en consecuencia con la filosofía proteccionista del momento para la industria nacional, presentaba ante los ojos del Estado un problema insalvable. La verdad del sistema métrico en España exigía, como mínimo, unas 1200 colecciones para dotar a las capitales, a los municipios cabeza de partido y a los ministerios, mientras que la industria nacional tardaba dos años en fabricar 56 y, como siempre se reconoció, de escasa calidad.
Un decreto dado por el ministro Aristizábal el 31 de diciembre de 1852 era sincero con el problema: se aplazaba en un año la introducción del sistema métrico por la imposibilidad de construir colecciones en España en número y en calidad suficiente. Le siguió un segundo decreto en 1853 por las mismas razones. Y todavía una tercero, el 4 de noviembre de 1854 por Doménech, la aplazaba bajo el mismo argumento. Entre
1854, coincidiendo con las crisis políticas del final de la década moderada, y 1860 ni siquiera se dieron ya más decretos, y tan sólo dos reuniones de la Comisión de Pesos y Medidas en estos seis años venían a demostrar que el primer envite del sistema métrico en España estaba perdido. Como igualmente lo estaba la posibilidad de declararlo obligatorio para todos los ciudadanos en 1860 como preveía la ley.
Paralizada la unificación y fracasada la reforma, la polémica estaba servida. ¿Había introducido el Estado un sistema extraño de pesos y medidas que ni siquiera había sabido plantear en su administración?… Surgía así una interesante literatura sobre pesos y medidas en la que ingenieros, oficiales de marina, catedráticos, militares, autores anónimos o simples aficionados a las ciencias protagonizaron un debate que tanto tuvo que ver con las interacciones entre la ciencia y los grupos sociales que la reciben. Una polémica sobre el sistema métrico el “absurdo sistema métrico” en palabras de Joaquín de Irizar que ocupó incluso las páginas de la mejor prensa científica y facultativa de la época. La propia decimalización de las medidas y sus voces grecolatinas, la paternidad francesa del sistema y su identidad con la Revolución, la variabilidad de un metro por las ¡regularidades geodésicas,… fueron, entre otros muchos, los argumentos barajados por unos polemistas que pretendieron recuperar las tradicionales medidas perdidas como símbolo de la propia identidad nacional.
En cambio, fue en la escuela donde el sistema métrico sí encontró uno de los medios más adecuados para su difusión social. Al momento de ser recibido en las aulas, en la década de los cincuenta, la organización del aparato educativo se contaba ya como uno de los más grandes éxitos de entre las reformas emprendidas por la burguesía en el poder. Las tempranas reformas educativas de Rivas y de Pida¡, seguidas después por la de Moyano, extendieron la enseñanza a amplias capas de la población, situación que fue aprovechada por el sistema legal de medidas para protagonizar una genuina explosión bibliográfica. Desde el primero de sus textos, que debemos a la pluma de Vallejo en 1840, hasta los varios centenares aprobados por el Consejo de Instrucción Pública a partir de 1852, pasando por los que fueron escritos para instruir a funcionarios o a profesionales de diversos ramos (juristas, ingenieros, militares, técnicos,…), así como los auspiciados por municipios, diputaciones o simples ateneos culturales o sociedades de industriales, fueron más de 650 los títulos que salieron de las prensas para servir sus enseñanzas. La Cátedra del Sistema Métrico Decimal, fundada por la Económica Matritense en 1852, resumía el emblema de un “sistema métrico para todos” en beneficio del progreso material del país, a pesar de sus polémicas entre los teóricos y de las resistencias que encontró después.
Con el aperturismo económico de la década de los sesenta el Estado encontró mejores medios para el desarrollo legal de la unificación fracasada en la década anterior. El nacimiento en, esta época de una conciencia internacional sobre la unidad de los pesos y medidas, declarada así en congresos de disciplinas científicas o en Exposiciones Universales, espolearon el interés del Estado en una reforma de la que había quedado descolgado. Hasta 11 países más habían impulsado el sistema métrico en sus dominios y España no podía quedar al margen de la órbita económico-científica con la que estaba vinculada. Italia, por ejemplo, el caso más emblemático, sellaba su unificación política en 1861 abriendo las puertas al sistema métrico decimal que se convertía así en todo un símbolo de la nueva nación.
En diciembre de 1860, transformada la Comisión en Permanente e incorporados varios miembros más, como el químico Magín Bonet o el geodesta Frutos Saavedra, se recuperó el ritmo de los trabajos facultativos. La velocidad con que se reemprendió la unificación, que contaba ahora con el beneplácito del gobierno de más larga duración del siglo -el “gobierno largo” de O’Donnell quedaba contrastada con su balance al momento de declararla obligatoria en 1868: millares de tablas de reducción entre las antiguas y las nuevas medidas para todos los despachos públicos, millares de colecciones métricas dispuestas en todos los municipios de más de 2000 habitantes, disposición de oficinas para la verificación y marca de las medidas y la organización de un servicio de ingenieros fieles-almotacenes en todas las provincias para garantizar el control del servicio. Todo un movimiento industrial, asistido por la liberalización arancelaria para la construcción del ferrocarril español, se lanzó decidido a la fabricación de utillaje metrológico. Unas veces importando materia prima desde Francia o Inglaterra; otras, acreditadas firmas españolas, como la de Malabouohe en Valencia o la de Santa Ana de Bolueta en Vizcaya, suministrando tipos al Estado; cuando no, prestigiosas industrias francesas que acudieron a España tras los anuncios de las subastas -que se hizo también en los periódicos de París y Londres rematando algunos lotes de medidas… lo que terminó con la formación de una verdadera “escuela metrológica” en España.
El 1 de enero de 1868 tomaron posesión de sus cargos 49 fieles-almotacenes, todos ellos ingenieros industriales, y se les entregó de manos del gobernador un “estuche de verificación” fabricado por la casa Collot de París y un juego de punzones fabricado en la casa de Moneda. Se establecieron en todas las provincias, sin sueldo fijo, cobrando según un arancel oficial.
Todo estaba ya dispuesto para declarar el sistema métrico obligatorio por primera vez en la historia de España. Previsto para el 1 de julio de 1868, problemas en el arreglo arancelario del ministerio de Hacienda obligaron a un primer aplazamiento hasta el 1 de enero de 1869. Según el reglamento, aprobado por el Senado el 27 de mayo de 1868, todos los pesos, medidas e instrumentos del comercio serían sometidos, a partir de tal fecha, a una verificación primitiva, estampándoles un punzón que marcaba una corona real. Otra verificación anual les marcaría una letra siguiendo el orden alfabético. Los gobernadores harían pública la lista de industrias y comercios obligados a la verificación y el orden con que el fiel-almotacén recorrería los pueblos cabeza de partido, una vez realizada la inspección en la capital. Los alcaldes deberían anunciar su visita en bando público y poner a su disposición un local y la colección oficial remitida por el Estado. Como medida transitoria se autorizaba la circulación de antiguas medidas transformadas en métricas, que también deberían ser verificadas y marcadas con el sello público.
El impulso del sistema métrico decimal en la administración durante la segunda mitad del siglo XIX queda reflejado en el texto que Canga Argüelles redactó para los funcionarios de aduanas y aranceles. No obstante, la sociedad fue reticente a aceptar unos pesos y medidas del todo extraños a sus usos y costumbres. La “memoria sobre lo absurdo del sistema métrico decimal” del profesor de matemáticas, Joaquín de Irizar, ejemplifica las resistencias que el sistema legal encontró par su implantación en España.
Pero llegada la hora de la verdad, la obligación del nuevo sistema de pesos y medidas resultó un fracaso. Gobernadores y alcaldes, ya en 1868, pidieron la suspensión de su obligación al verse desbordados por una infinita metrología tradicional que hacía imposible su reducción a la unidad legal, con los consecuentes pleitos en los contratos rústicos de censos y arriendos. Se elevaron peticiones oficiales haciendo ver la imposibilidad de enfrentar las medidas legales a las costumbres inmemoriales. Infinidad de peticiones de cosecheros, industrias rústicas medidores de granos, sociedades agrícolas ….requerían ante los gobernadores las dificultades para desenvolverse con las nuevas medidas, poco significativa y nada funcionales. La fanega en Castilla, la cuartera en Cataluña, la barchilla en Valencia ,…y sus asociadas unidades tradicionales para la medición de la tierra, bien pronto iban a demostrar que se trataba de medidas hechas “á la medida del hombre” y que nada fácil iba a resultar desterrarlas, como historia se encargó de demostrar durante un siglo.
Y más todavía. Desde 1868 apareció también la resistencia de los gremios que desde tiempo inmemorial tenían atribuciones para la verificación marca de sus medidas. Las farmacias que pleitearon con el Estado aún en siglo XX, los oficios de joyería y platería, las mismas casas de Moneda, e incluso el Ejército, que alegó tener oficiales mejor preparados, se negaron a recibir la visita del contraste público. Muchos municipios, alegando privilegios de otras épocas, se negaron también a entregar el servicio de almotacenía, siendo el caso de Madrid el más espectacular y cuyo alcalde no se doblegó a la legalidad hasta 1880.
Peores horizontes aún se presagiaban para el desgraciado sistema métrico decimal con el estado de revolución de España tras el destronamiento de Isabel II. En muchas capitales, en Murcia, en Santander, en Madrid, en Barcelona, en La Coruña,… aprovechando la revolución cantonal se destituyó al fiel-almotacén, confiscándole la oficina publica y los punzones, el símbolo del poder del Estado. Los ayuntamientos populares de la época no vieron en el sistema métrico aquella utopía universalista de la Revolución antifeudal, vieron más bien en él una imposición de un Estado burgués y centralista contra el que se levantó el movimiento social del 68.
En suma, el estado de revolución política y las inmemoriales costumbres hacían fracasar la reforma de la unificación de los pesos y medidas en España. Aplazada de nuevo por decreto de Ruiz Zorrilla hasta el 1 de julio de 1871, el nuevo reinado de Amadeo de Saboya tampoco encontró la necesaria estabilidad social para emprender reformas que tanto afectan a las costumbres. Como tampoco la encontró la primera República, a pesar de la voluntad que sobre la necesaria unidad de los pesos y medidas declaraba en su proyecto de constitución federal como símbolo también del nuevo estado político.
El impulso para la unificación tuvo que esperar hasta la década de los ochenta, con una situación de mayor madurez política y bajo unas circunstancias internacionales que de nuevo habían vuelto a desbordar a España. La firma en París del Convenio Diplomático del Metro el 20 de mayo de 1875 le obligaba, junto a otros 17 países de Europa y América, a impulsar definitivamente el sistema métrico decimal en todos los usos científicos y sociales; como igualmente la implicaba en el sostenimiento de un Bureau International des Poids et Mesures, con sede en París, como institución responsable de la custodia de unos nuevos prototipos de platinbiridiado con los que se deberían de ajustar los tipos nacionales y todas las reglas de precisión para la industria y la ciencia.
Al final de la primera legislatura de Cánovas, aglutinadas ya las fuerzas políticas alrededor del nuevo orden constitucional de 1876 -el de mayor vigencia temporal de la historia de España el importante decreto de 14 de febrero de 1879 dictaba, por última vez en la historia, la obligación del sistema métrico decimal en todos los actos desde el 1 de julio de 1880.
Subastadas en dicho año la considerable cantidad de 6500 colecciones que pronto llegaron a todos los rincones de España, la reposición del servicio de contrastación pública quedaba sellado con un acto emblemático que reafirmaba la voluntad del Estado: el decreto de 4 de diciembre de 1880, dado por el pleno del Consejo de Estado, incautaba al municipio de Madrid el servicio de almotacenía y declaraba ilegales todos sus actos en materia de pesos y medidas. Repuesto el material en todas las provincias, desde 1883 comenzó a organizarse la dotación de plazas de fieles-contrastes y a celebrar las primeras oposiciones, hasta conseguir normalizar el servicio hacia 1900. Los fieles-contrastes nueva denominación con que circularon estos profesionales desde 1871 llegaron a tener una organización como cuerpo facultativo y a disponer de su propio medio de expresión: la Revista Métrica, lo que les acreditaba ya como una pequeña comunidad científica en ascenso.
Con el mecanismo de control en funcionamiento el progreso del sistema métrico en España era ya cuantificable. La división en varias zonas de las provincias más industriales y el aumento de las piezas e instrumentos punzonados, daban cuenta de su ascenso al cerrar la primera década del siglo XX, década en la que también la legislación nos aporta decretos emblemáticos como la prohibición de la enseñanza de las antiguas medidas en la escuela o el simple sometimiento de las farmacias a la legalidad metrológica por sentencia del Tribunal Supremo. Los altísimos ingresos arancelarios por verificación y marca en muchas provincias otorgó a los fieles-contrastes privilegiadas remuneraciones, superiores incluso a las de los más altos funcionarios del Estado. La aparición de montañas de expedientes sobre pleitos, sobre problemas y resistencias, sobre denuncias y sentencias judiciales, eran ya una clara consecuencia de un reglamento que se aplicaba tras su actualización en 1895 y en 1906.
En 1892 el Gobierno se hacía cargo de las copias del nuevo metro y kilogramo de platino-iridiado que le correspondían como país firmante del Convenio Diplomático del Metro. Depositadas en el Instituto Geográfico y Estadístico en presencia del propio ministro, Aureliano Linares, una nueva ley de 8 de julio de 1892 las declaraba legales para España y cerraba el combate abierto contra los “hábitos envejecidos” por su antecesora de 1849. Los nuevos prototipos, sin ley y sin costumbre, por supuesto, pero además sin ningún significado, eran sólo un convenio entre países que adoptaban una unidad de medida común. Ya nada tenían que ver ni con el meridiano ni con el peso del decímetro cúbico de agua. La medida del meridiano había resultado absurda para la unificación de las medidas, exactamente igual como dijera el sabio Lalande a los académicos franceses cuando se decidieron a emprenderla;
El siglo XX aportó nuevas necesidades de precisión a las sucesivas definiciones del metro con las que se ha ido incorporando el progreso científico. Si con la segunda de ellas, sancionada en la Conferencia General de Pesas y Medidas de 1889, se había incorporado todo un programa de investigación sobre ciencia de los materiales, con la tercera, de 1960, era la mecánica cuántica la que permitía llegar a su definición en función de la longitud de onda de la radiación anaranjada del átomo de Kr-86. Con la cuarta, sancionada en 1983, la nueva tecnología para la medición de frecuencias de láseres aportaba un metro más preciso merced a la determinación de la velocidad de la luz en el vacío con un error de 1 m/s. Entre la primera y la última una ganancia de incertidumbre de 105 sitúa al patrón de longitud a las puertas del siglo XXI, para el que queda todavía el reto de definir el kilogramo como un múltiplo de la masa de una partícula elemental.
Todo este progreso de la metrología científica, ajeno ya a los usos sociales del sistema, así como el sistema internacional de unidades para la ciencia y para la técnica, fue sancionado por España en sendos decretos. El siglo XX, testigo de dicho progreso, lo fue también de la agonía de las viejas medidas, de las que sólo algunas, quizá porque las hizo el hombre a su imagen, han podido perdurar hasta hoy.
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Jose Cuñat Divulgador y reseñista de historias gastronómicas y lugares que que valen la pena. Fotógrafo gastronómico y comentarista ecuánime . Antagonista de todo lo anterior. Contador de lo bueno y realista con las fotos. De vuelta a los orígenes, adentrándome en territorio ignoto a través de los libros de gastronomía, para recuperar la memoria de la cocina española y mediterránea. Y sobre todo amante de la paella Valenciana tradicional y contemporánea.
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